Eran
las siete de la mañana siguiente y estábamos en
los andenes de la estación Victoria. El tren estaba lleno
de oficiales que regresaban "al frente" y hablábamos
de todo lo que pensábamos hacer cuando terminara la guerra.
Siempre hablábamos de lo mismo cuando lo veía
partir. -Si Dios me lo permite regresaré con los muchachos-
dijo -Y si así también lo quiere, incluso podría
trabajar en cualquier parte del mundo. ¡Realmente no importa
dónde! Dios es bueno y sabe lo que hace-.
Por
fin se alejó el tren de la estación y pude ver
a una mujer que después de sonreír valerosamente
y agitar la mano para despedir a su esposo dio media vuelta
y se dirigió a casa con los ojos llenos de lágrimas.
Me siento obligado a admitir que si alguien me hubiese observado
en ese momento habría presenciado la misma escena. No
sé por qué tuve la certeza de que por lo menos
en este mundo, jamás volvería a ver su alegre
sonrisa.